Columna publicada en La Tercera (2 de agosto 2024).
La historia de la relación de Chile con Venezuela es un relato de hospitalidad. Hay, al menos, 800 mil venezolanos viviendo en Chile, tras las cinco olas migratorias derivadas del quiebre político y económico de su país. Hubo 80 mil chilenos exiliados en Venezuela que llegaron escapando de la dictadura de Pinochet. Ante las crisis, hemos sido repúblicas hermanas.
Pero la hospitalidad, cuando es seria, exige mirar responsable, realista y pragmáticamente sus efectos. La diáspora forzada ya constituye el 4% de la población del país. Si se agrega que Chile ha recibido la mayor carga proporcional del flujo migratorio de venezolanos hacia otros países del mundo, es ineludible en el presente que nuestras relaciones diplomáticas estén destinadas a la cooperación, al menos en temas consulares y policiales.
El fuerte cuestionamiento del Presidente Boric a las credenciales democráticas de las recientes elecciones venezolanas, no es solo un tema de presente y futuro; es sobre todo, un compromiso con nuestro pasado.
El gobierno, a través de la Cancillería, ha defendido el pluralismo y los derechos humanos en Venezuela. Esta defensa no es solo consecuencia de nuestra común historia de hospitalidad, sino de una política de Estado que viene desde la recuperación de la democracia. Hacia adentro, Chile ha creado instituciones para asegurar que nunca se cometan crímenes como los perpetrados por Pinochet y sus colaboradores. Hacia afuera, nuestro país ha denunciado toda violación a normas y tratados internacionales de derechos humanos en el mundo: condenamos la agresión imperialista de Rusia en Ucrania, nos sumamos a la demanda de Sudáfrica contra Israel en La Haya, cuestionamos la represión de Dina Boluarte contra las protestas sociales en Perú, y ahora, exigimos garantías democráticas en Venezuela. En este sentido, la política del gobierno ha sido responsable con una política exterior que lo precede y hunde sus raíces por todo el siglo XX.
Frente al autoritarismo en Venezuela, la posición de Chile es especialmente coherente y responde, como ya señalé, a devolver la inmensa solidaridad que dicho país tuvo con las víctimas del terrorismo de Estado. Por eso, es escandaloso, tanto desde una perspectiva progresista, como desde la historia de la política exterior de nuestro país, que Maduro haya expulsado al embajador Gazmuri. Antes perseguido por Pinochet, ahora echado por Maduro, la biografía política de Jaime Gazmuri representa en sus dolores y resistencias, el compromiso internacional de Chile con la democracia. Y Gazmuri no es la excepción.
Recordemos que nuestro embajador anterior, Pedro Felipe Ramírez, había sido asediado, incluso tomando en cuenta que fue ministro de Allende, y vivió su exilio en Venezuela. Antes de su detención nuevamente en 1976, después de haber sido brutalmente torturado por agentes del Estado, Ramírez se refugió en la embajada de Panamá para salir en el acto y exiliarse en Venezuela, gracias a las gestiones de Sergio Bitar. En Caracas, ya vivían muchos chilenos y chilenas acogidos solidariamente por Venezuela. Allá recibieron el apoyo permanente de personas como Jorge Giordani, quien llegaría a ser ministro de Chávez por 14 años, antes de “solicitar la renuncia inmediata del desgobierno” de Maduro. En Venezuela, los chilenos refugiados trabajaron y crearon instituciones como el Cendes (Centro de Estudios del Desarrollo), fundado por el chileno Jorge Ahumada. Fue en Venezuela, donde se realizó la reunión de opositores a Pinochet, “Colonia Tovar”, apoyada por la Fundación Friedrich Ebert, y que contó con referentes como Carmen Salvo (PS) y Bernardo Leighton (DC).
Esta fue la cosecha que sembró la hospitalidad venezolana. Es el futuro que espera Chile. Es el pasado que hoy niega Maduro al cerrar la embajada, que es una misión permanente. Sobre todo, si se piensa cómo la decisión afecta a sus propios ciudadanos en el exterior. Por un lado, deja sin cobertura las relaciones de sus compatriotas con los asuntos consulares. Por otro, afecta los procesos de integración de los venezolanos en nuestro país. Así, se pone en peligro la antigua hospitalidad democrática que ha definido las relaciones entre Chile y Venezuela, principio al que el gobierno de Gabriel Boric no está dispuesto a renunciar.
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