Columna publicada en La Tercera (5 de septiembre 2024).

Hace un par de semanas, Carlos Ominami realizó un interesante llamado a volver a discutir sobre el socialismo a la luz de las nuevas realidades económicas, políticas y culturales del presente. Si (según indica), la primera renovación logró articular la democracia liberal con el socialismo y desplegar una estrategia política de amplias alianzas, la segunda renovación debiera repensar la caja de herramientas conceptuales para darle fuerza al socialismo ante las temáticas del desarrollo, la sustentabilidad, las nuevas tecnologías, etc.

Celebro el llamado de Ominami, y quisiera aportar con algunas reflexiones sobre la primera renovación socialista, sus virtudes y sus errores. Creo que hablar de una nueva renovación socialista obliga a re-problematizar la renovación original. Esa renovación propuso la premisa de ‘tanto socialismo como la democracia lo permita’ y comprendió que sin mayorías políticas (que no es lo mismo que simples mayorías electorales), no hay práctica política democrática sostenible. Abandonando los maximalismos, abrió el terreno para conformar un bloque político como lo fue la Concertación.

Sin embargo, no podemos obviar el hecho obvio: esa renovación no logró superar el neoliberalismo y entró rápidamente en una bancarrota política y analítica. Creo que cinco razones internas a la reflexión de la renovación socialista nos permiten explicar su desenlace.

La primera es que, en la mayoría de sus reflexiones, la renovación nunca problematizó seriamente la dimensión económica de lo social. Precisamente allí donde el marxismo logra brillar en capacidad explicativa (la comprensión de la dinámica capitalista), la renovación guardó silencio. Lo profundo de su análisis político estratégico del momento, contrastó con su delgada densidad en lo relativo a la problematización de la estructura productiva nacional, el funcionamiento de la empresa, y la distribución desigual de la propiedad.

De esta forma, al asumir acríticamente el mercado, se terminó aceptando soluciones de mercado para resolver problemas públicos (el CAE y las concesiones de Ricardo Lagos siendo ejemplos prístinos), y perdiendo así capacidad de poder dar una respuesta al neoliberalismo. No es que no haya habido intentos de problematización. Jorge Arrate tempranamente denunció estas limitaciones y defendió la originalidad del socialismo chileno, y el propio Ominami relató algunos momentos en su libro El debate silenciado. Sin embargo, es correcto señalar que, finalmente, esas críticas quedaron eclipsadas por la hegemonía neoliberal.

La segunda es que, junto a aquello, tampoco existió una seria reflexión estratégica del Estado y su funcionamiento. Con esto no me refiero a que sus orgánicas políticas desconocieran el funcionamiento administrativo, ni que no tuvieran buenos cuadros para la gestión pública (que por supuesto, los desarrolló a partir de los 1990 hasta hoy), sino que no se problematizó la arquitectura interna, su carácter asimétrico y el grado en que condensa y materializa asimetrías sociales más amplias (el Estado como forma estratégico-relacional, lo denomina el politólogo marxista Bob Jessop). Por ejemplo, cosas como la hegemonía absoluta del Ministerio de Hacienda sobre la gestión económica del gobierno, o la forma que adquiere la autonomía del Banco Central, fueron temas que no recibieron discusión, sino que más bien fueron naturalizados, dados por hecho, asumidos como destino (algo que la nueva izquierda también ha acríticamente asumido, todo sea dicho).

En esa misma línea, la correcta asunción de la democracia para pensar el socialismo, prescindió de una reflexión sobre la democracia misma y sus fuertes límites en una economía capitalista. Lo anterior no para desechar la democracia, sino para pensar muchos de los problemas que hoy vemos en el presente: la influencia del dinero, su neutralización por poderes extrainstitucionales, etc.

La tercera es que, en la misma línea, la renovación socialista careció de un análisis sobre el tipo de inserción de Chile en el mundo. Aquello es particularmente extraño, dado que, durante la posguerra, el socialismo chileno se caracterizó precisamente por ponerle mucha atención a las diferentes formas de desarrollo, de inserción económica y de alternativas socialistas disponibles en el escenario internacional, para luego intentar realizar una síntesis autónoma y original. Por el contrario, la renovación eclipsó aquel esfuerzo por sencillamente aceptar la apertura comercial tal como se estaba dando, sin espíritu crítico. Otra vez, tomando lo dado como destino.

La cuarta dimensión es más política. La estrategia de formación de mayorías políticas institucionalizadas, haciendo eco de la propuesta del compromiso histórico del PCI de Berlinguer, si bien pudo haber sido coherente para una sociedad donde las diferentes orgánicas políticas tenían un arraigo socio-cultural denso (representando tradiciones y trayectorias históricas sólidas), prontamente terminó en una estrategia esclerótica. La expansión del mercado a áreas antes públicas, el derrumbe de los muros de contención sindicales, y la desregulación de la competencia, generaron una pérdida de las áreas comunitarias, de participación colectiva y de pertenencia común. Aquello también acabó con esas redes sobre las cuales cobraba sentido la estrategia política comentada. No por nada hoy lo relevante es cada vez menos la sumatoria de siglas políticas, como la capacidad que tengan los actores volver a convocar a un proyecto común (y esa capacidad irradiadora y convocante puede venir de cualquier actor, incluso outsiders).

Así visto, la renovación dejó de pensar desde un sujeto popular de cambio, descuidó la reflexión sobre el trabajo, la construcción de un actor social capaz de proponer valores y formas distintas de resolver los problemas de la sociedad. Por el contrario, se concentró en consolidar mayorías políticas entendidas como mayorías parlamentarias y de siglas.

Finalmente, la renovación, en su batalla por separarse de la visión clásica de socialismo (como socialización de los medios de producción), no logró presentar ninguna clarificación de qué socialismo era el que deseaban. El socialismo sencillamente quedó como una categoría indefinida, incluso a-ideológica. Aquello le brindaba, por supuesto, una flexibilidad táctica, pero al enorme costo de asumir una derrota estratégica: no poder dar brújula a ningún proyecto, solo adaptación a lo dado. En otras palabras, ganó todas batallas durante décadas, al costo de haber perdido la guerra.

Creo que un buen punto de inicio para una discusión sobre qué tipo de socialismo se debe dar hoy es partir de por qué la primera renovación naufragó, qué le faltó problematizar, qué conceptos equivocó en su camino, y qué rutas dejó sin explorar. Por sobre todo, discutir por qué la renovación asumió la postdictadura como un destino, y no como un campo a disputar.