Columna publicada en Tercera Dosis (10 de noviembre 2024).
Por Noam Titelman, investigador postdoctoral Universidad Sciences Po de París, Francia y consejero de Rumbo Colectivo.
El triunfo de Donald Trump ha vuelto a encender las alarmas sobre los peligros de la llamada “ola populista de ultraderecha”. En julio de este año ya se habían activado con el buen resultado que las corrientes extremas obtuvieron en las legislativas de Francia, del Reino Unido y en el Parlamento europeo. En esta última institución y gracias a las gestiones del primer ministro húngaro, Víctor Orban (a quien Trump destacó como un gran líder en su único debate con Kamala Harris), las ultraderechas conformaron el tercer grupo parlamentario más grande, los llamados “Patriotas por Europa”.
Cuando se trata de diseccionar el peligro populista que representan estos grupos, el foco se suele poner en la capacidad que tienen sus discursos y prácticas de corroer los fundamentos de la democracia liberal, como el Estado de derecho, las libertades civiles, la separación de poderes o el respeto a las minorías. En esta columna propongo una variación en este análisis. Para entender las implicancias de las fuerzas políticas de ultraderecha hay que analizar sus aspectos nacionalistas y no solo populistas.
Ideologías delgadas
Una de las explicaciones académicas para el surgimiento de la ultraderecha ha sido la “normalización” de este grupo (Valentim, 2024). Según esta mirada, atrás habría quedado el tiempo en que rivales tradicionales como los socialdemócratas y los conservadores se apoyaban para generar “cordones sanitarios” que excluían a estos grupos de las esferas de poder. Normalmente se ha pensado estos cordones en términos democráticos: quedan afuera los que no respetan las reglas de ese juego. En ese sentido el populismo que caracterizaría a estas fuerzas sería incompatible con los principios de la democracia liberal.
Sin embargo, cuando se observa con mayor detención, es innegable que estos partidos presentan una gran variedad de posiciones en políticas sociales, económicas y también en su relación con la democracia. ¿Cuánto tienen en común el AFD alemán, Vox en España, UKIP en Reino Unido o el Trumpismo en USA? ¿Es realmente el cambio del sistema político y del régimen de gobierno lo que los mueve?
La forma que ha tendido a asumir la derecha radical en el mundo está estrechamente vinculada con el populismo. Populista no hace referencia aquí a los demagogos, que existen en todo el espectro político. Apunta, en cambio a una “ideología delgada” según la cual la sociedad está dividida entre un pueblo homogéneo y una elite corrupta.
El populismo suele ser llamado “ideología delgada” porque nunca aparece en forma pura, sino que se adhiere a otra ideología “gruesa”. Como explican Rovira y Mudde (2013), en Europa, el populismo ha tendido unirse con el etno-nacionalismo, otra ideología delgada. Esto es lo que en general le da el carácter excluyente al populismo de ultraderecha. Es decir, este no es un populismo que solo establece una frontera entre pueblo y elite, sino que, con el mismo pincelazo marca una frontera entre el pueblo/nación y los otros elementos externos, como los inmigrantes o las minorías locales. Así, es posible que, al estudiar los fenómenos de derecha radical en estos contextos, se ha prestado demasiada atención a un ideología delgada, la populista, y no suficiente a la otra, etno-nacionalista.
Dicho de otra manera, mientras que su relación con la democracia es ambivalente, lo que todas estas fuerzas tienen en común es una posición marcadamente antinmigrante. Y detrás de ese rechazo es posible ver también una concepción común de la nación, definida étnicamente.
El etno-nacionalismo
Para entrar en esta discusión, y reconociendo que dentro de esta familia política de derechas radicales existe una gran variedad, puede ser útil entender el recorrido y estrategia de Agrupamiento Nacional, la fuerza política a la que pertenece Jordan Bardella, el actual presidente del grupo europeo “Patriotas por Europa”. Desde esta historia particular y estableciendo paralelos con el trumpismo, intentaré discutir la cuestión mucho más amplia de la nación, el nacionalismo y su relación con la democracia.
Una de las características notorias de este partido es su flexibilidad dogmática. Aunque en asuntos morales comenzó siendo conservadora y católica, mientras que era liberal en temas económicos, con el paso del tiempo devino en una fuerza laica y pro-Estado de Bienestar. Todavía hoy es posible encontrar una amplia gama de posiciones en casi todos los aspectos de políticas públicas. A lo largo de estos corcoveos ideológicos un solo elemento parece mantener cierta continuidad: el principio de “preferencia nacional”, vale decir, la idea de que existiría un pueblo étnicamente definido por la historia y la sangre, los franceses “de verdad”, cuyo interés debe primar sobre cualquier otro asunto, ya sea en el acceso a las prestaciones sociales, el trabajo o los flujos de comercio y de capital.
Algo similar puede decirse de Trump. A pesar de las acusaciones que se repitieron durante la campaña, incluyendo las de su ex jefe de gabinete, Trump no es fascista. De hecho, es difícil definir lo que es. Aunque hoy cuesta creerlo, cuando se presentó a las primarias republicanas al comienzo de su carrera presidencial, era percibido como el “moderado”. En asunto societales, como el aborto, y en temas económicos, como el gasto social, Trump representaba visiones más templadas. Sin embargo, si algo ha mostrado Trump es una gran flexibilidad en sus posiciones. Tal como el caso de Agrupamiento Nacional, el trumpismo no ha tenido problema para desplazarse a lo largo y ancho del espectro político. De tener a los votantes evangélicos en su contra pasó a ganarse su lealtad cuando nombró a jueces de la Corte Suprema que eliminaron las garantías de acceso al aborto. Y en economía, pasó de defender ciertos gastos sociales a implementar recortes tributarios a lo más ricos.
Su única constante, además de un cierto “estilo” de comunicación, parece ser un discurso nacional que se expresa tanto en posiciones antinmigrantes, como en una política comercial. En ese discurso lo importante no es solo que Trump haya prometido “deportaciones masivas” a una escala nunca vista, sino que varios de los términos que emplea remiten a una concepción nacional particular. Por ejemplo, el tratar a sus adversarios como “enemigos internos” o afirmar que los inmigrantes estarían “envenado la sangre de la nación”.
Lo anterior muestra que el ideario del etno-nacionalismo de la derecha radical se construye sobre dos principios. El primero es una concepción de nación “nativista” que le permite distinguir entre “verdaderos” franceses o estadounidenses y aquellos que no lo serían. El segundo es una concepción chauvinista del nacionalismo. En este contexto la “buena” política sería aquella que antepone el valor intrínseco de la nación étnicamente definida, por sobre cualquier otro principio cívico o humanista.
Es importante notar, sin embargo, que pocas identidades son más prevalentes hoy que las identidades nacionales. Casi todo el mundo defiende una identidad nacional y no todas las formas de nacionalismo llevan a situarse fuera del “cordón sanitario”. Por ello, para entender la amenaza a la democracia que representan estas fuerzas políticas hay explicitar qué se entiende por nación y cómo sus diferentes concepciones implican colectividades más o menos inclusivas o excluyentes.
Imaginando comunidades
¿Qué es una “nación”? Es realmente difícil pensar en otra idea que haya tenido tanta penetración y omnipresencia como la nación. La fuerza de este concepto viene del hecho de que por un lado, más allá de sus orígenes, se nos presenta como una cualidad natural. Por otro lado, y debido precisamente a esta apariencia de naturalidad, la idea de nación tiene la tendencia de aparecérsenos como una fuerza perenne, que se presume haber existido siempre. Sin embargo, las naciones, tal como las entendemos hoy, son una construcción reciente que solo se consolida en el siglo XIX en Europa y, progresivamente, se expande por el mundo.
Si bien definiciones de nación hay muchas, hay una que ha dominado los debates historiográficos y sociológicos desde los ochenta. Es la definición de Benedict Anderson (1983) quien propone hablar de “comunidades imaginadas como limitadas y soberanas”. La aseveración de que las naciones no son ni una característica esencial de las personas, ni tampoco una idea falsa impuesta por la elite (una falsa conciencia, dirían algunos en la izquierda), permite poner el foco en lo más interesante y potente de este concepto que es su capacidad de generar comunidades. Una persona en Arica y otra en Magallanes probablemente nunca se verán la cara. Más aún, podrían tener historias totalmente diferentes en términos económicos o sociales y a pesar de eso, considerarse parte de una misma comunidad nacional. Además, estas comunidades son, por definición, limitadas. Es decir, no solo exigen que el grupo humano diverso se reconozca como parte de ella, sino que establece que existen otros, fuera del límite, que no le pertenecen.
La definición de Anderson se construye a partir de un recuento histórico de la conformación nacional en Europa y no reconoce ningún elemento esencial detrás de las divisiones identitarias que se van generando. Si bien, salvo los románticos nacionalistas, todos los estudiosos de la nación tenderían a coincidir en que es un fenómeno moderno y reciente, algunos autores matizan esta extrema arbitrariedad implícita en la visión de Anderson. La otra concepción más conocida de nación es la que empuja Smith (1989), quien plantea que las naciones son efectivamente un constructo moderno reciente, pero que detrás de ellas podría existir un sustrato premoderno étnico, entendida en sentido cultural, de costumbres y cosmovisiones compartidas.
En cualquier caso, una vez constituida una idea de nación esta puede otorgar mayor o menor importancia a sus precedentes étnicos. Los nacionalismos étnicos son precisamente aquellos que ponen énfasis en una herencia común, que provendría de compartir un pasado cultural, lingüístico y, frecuentemente, consanguíneo. Estas identidades se constituyen en torno a la concepción de una comunidad homogénea basada en la etnicidad (Connor, 1994). Por otro lado, identidades nacionales cívicas se construyen en torno a cosmovisiones políticas, institucionales y de ciudadanía, en lugar de etnias comunes (Brubaker, 1992).
Diversos estudios muestran una relación histórica entre formas democráticas de organización y el nacionalismo cívico, mientras que el nacionalismo étnico tendió a asociarse con formas autoritarias. Como lo explica Snyder (1993), el nacionalismo cívico refuerza y es reforzado por las instituciones de la democracia liberal, mientras que el etno-nacionalismo sustituye la centralidad de las instituciones universalistas por el de la cultura.
Ahora bien, la existencia de naciones no es lo mismo que la emergencia de la ideología nacionalista. Si bien ambos están ligados, y en muchas ocasiones las naciones fueron construidas por nacionalistas, es importante hacer esta distinción. En particular, liberales, socialistas y conservadores en distintos momentos de la historia del siglo XIX y XX hicieron propia esta ideología, lo que, en parte, explicó sus desarrollos en el siglo XX y su relación con la democracia liberal.
Nacionalismo y democracia
El nacionalismo comparte con el liberalismo y el socialismo una pretensión de validez universal: el mundo está compuesto de naciones, pero, al mismo tiempo, un tanto paradojalmente, cada nación tiene un carácter único. Siguiendo a Breuilly (2013) podemos definir al nacionalismo como aquella ideología que afirma que “existe una nación de carácter único, que esta nación tiene un valor especial y, por lo tanto, el derecho a la existencia y reconocimiento” (p.1). El nacionalismo está lejos de ser una ideología completa e invariable. En su lugar, el nacionalismo adopta principios de orden político que no le son intrínsecos y que explican la existencia de una variedad de nacionalismos como el conservador, el liberal, el laico progresista o el nacionalismo cívico, entre muchos otros (Breuilly, 2002).
La razón por la que un sector de la izquierda veía con suspicacia el nacionalismo es que este incluía un principio de inclusión/exclusión que podía esconder las desigualdades económicas dentro de los países. Como explica Breuilly (2002), todas las ideologías contienen un principio de separación entre un “nosotros” y un “ellos”. En el caso del nacionalismo esta distinción es entre nacionales y extranjeros. Esto lleva a borrar diferencias al interior de los nacionales. Como explicaría el filósofo marxista Etienne Balibar (1990): “la variable explicativa clave del marxismo es la lucha de clases, que es un tipo de conflicto ortogonal a la idea de unidad nacional… idea cuya función, no es difícil de ver, siempre es relativizar la importancia del conflicto de clase, si no negar su misma existencia” (p. 332).
Como explican Przeworski (1985) y Esping-Andersen (1985), a lo largo del siglo XX los partidos de izquierda tuvieron que lidiar con el “dilema electoral del socialismo”. En definitiva, participar en las reglas de la democracia liberal significaba modificar su ideario. Esto no solo implicó diluir su programa y aceptar la gradualidad de este, sino, también aceptar la “cancha nacional”. La democracias solo existían en el marco del Estado-nación y aceptar la democracia era, inevitablemente, reconocer la nación.
Desde la derecha, un fenómeno similar al dilema electoral del socialismo se dio con lo que Ziblatt (2017) ha denominado el “dilema conservador del antiguo régimen”. A medida que las élites del antiguo régimen empezaron a ver su poder e influencia amenazado por las reformas económicas y democráticas de finales del siglo XIX, los partidos conservadores, que hasta ese momento funcionaban como partidos de cuadros de elite, se vieron enfrentados a un dilema similar a los socialistas. Ante la presión electoral del sufragio universal masculino, estos tuvieron que diluir su visión jerárquica del mundo, atrayendo apoyo popular, para preservar algunos aspectos de su ideario tradicional. Esto implicó modificaciones identitarias e ideológicas de los partidos conservadores que se convirtieron en partidos del sistema democrático-liberal. Los grupos conservadores que no hicieron este cambio terminaron por adoptar lo que Richard Hofstadter (1966) llamó “el estilo paranoico” de política, en que el paso del tiempo y los cambios sociales se verían con terror. En la cronología de Ziblatt, este sería el germen de los partidos fascistas, pero, en realidad, podría ampliarse a la génesis de una diversidad de partidos de ultraderecha que miran con suspicacia a la democracia liberal.
La obsesión nacional
Como lo explicaría Giovanni Gentile (1928), ante el internacionalismo proletario, el fascismo proponía la “santidad del organismo nacional”. El fascismo le otorgó este centralismo a lo nacional mirando hacia atrás nostálgicamente, a un pasado ‘mítico’ de la sociedad (Sternhall, 1994).
Aunque el fascismo clásico tiene varias diferencias con las derechas radicales de hoy, estos comparten una “nacionalismo estrecho y excluyente” (Prowe, 1994). Además, ambos comparten una promesa: si tan solo se eliminara la amenaza externa o interna a la nación, dicen estas fuerzas políticas, entonces esta sería, una vez más, una ‘gran nación’ (Make America Great Again).
En momentos en que esta visión de nuestras comunidades nacionales parece imponerse, bien valdría la pena releer los dichos de Enrico Berlinguer. Ante los llamados de quienes creían que para superar la crisis de la Comunidad Europea había que retroceder a la “Europa de la patrias”, Berlinguer sugería, en una entrevista en 1984, la necesidad de una unidad política que no borrara las diferencias.
Si, como plantean algunos, las democracias del mundo, incluidas las de América Latina, se encuentran en crisis, junto con defender las instituciones de la democracia liberal, haríamos bien en defender el valor de las identidades nacionales cívicas e integradoras que las sostienen. Es decir, concepciones de la nación como un contrato social en la que nos encontramos como iguales para conformar una comunidad solidaria. La nación no son solo guerras y fronteras, también son los hospitales, escuelas y espacios públicos. La comunidad nacional no solo es compatible con la unidad política entre los Estados, es un bien demasiado valioso e importante para regalárselas a los etno-nacionalistas.
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